Sumida al tiempo, quiebro con desgano el orgullo;
el
crepúsculo, ahora desierto, marca el confín celeste
en
mi llanura inmóvil de espectros helados.
Palpitante,
con las manos lentamente desarraigadas
de
penumbras, muerte, costumbres y vida,
regreso
para levantar con mi aire levitador de cielos,
el
incontrolable castillo de nieblas.
Reconozco
la espina, el grito y la escarcha,
reconozco
el fantasma sin ojos, sin boca y ausencias.
Y
la abominable asfixia, de desarraigar la lluvia
entre
las escarpadas lomas y un olor a guerras,
para
mi metafórica tristeza demorada en un color,
más
allá de todo, muy próxima al vacío,
con
una lágrima peregrina,
hacia
el precipicio de mi soledad.
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