Tú bien sabes, amigo, cuántas veces corrí a socorrerte. Eran
esos instantes en que los fantasmas del pasado volvían a acosarte ¡Y cuántas
lágrimas te he secado!, también lo sabes. Mi oreja siempre dispuesta a
escucharte; mis brazos, prestos a abrigarte, o acunarte, según viera en tus
ojos desamparo o frío.
No te estoy reprochando nada ¿Por qué habría de hacerlo si
cada acto de amor salió de mi corazón, de mi más sincera necesidad de
consolarte? Tú no pides, sólo insinúas y luego intentas evadirte. No te gusta
escucharme ya que si he de ser dura, pues lo seré, por más que te tapes los
oídos, por más que implores que ya no te hable.
Yo seguía. Eternamente seguía con esos soliloquios que
intentabas desoír ¿Y sabes por qué? Claro que lo sabes. Preferías mi silencio
porque cada palabra te sonaba hiriente, y bien me conoces como para entender
que no era mi intención.
Ya sabes, soy de las que piensan que si hay que amputar un
miembro para salvar el resto del cuerpo, y no hay anestesia, yo te amputaré aun
cuando tus aullidos se escuchen más allá de lo imaginable.
También era duro para mí, no creas que ignoraba cuánto te
cercenaba el alma con cada cachetazo que te daba. Pero, amigo, era mi deber. No
podía permitir que las lágrimas te impidieran la visión, no podía dejarte
hundir en el fango, pues no estaba segura si al tocar fondo lograrías emerger o
ahogarte.
¡Fuiste tan débil en tantos momentos! Y sí, yo era la que te
rescataba; si tú no podías salir del pozo, allí estaba yo para jalar la soga y
elevarte hasta que tus pulmones se colmaran de oxígeno.
¡Ah, y qué satisfacción tan enorme cuando la pena mutaba en
alivio! Me habías entendido, habías alcanzado a ver ese pequeño haz de luz que
te conduciría al final del túnel que apreciabas sin salida. Lo veía en tu sonrisa,
en el brillo de tus ojos.
Luego, las risas, el canto, el juego, volver a la vida y
honrar la alegría. La herida fue abierta y el pus, expulsado “Qué bien me
siento ahora”, solías repetirme, y con gran elocuencia me dabas las gracias.
Débil, sí, un gran hombre débil que se aferra a estas manos
pequeñas que saben cómo y hacia dónde conducirte.
Pero… ¿Sabes una cosa? Hoy soy yo la que tiene el alma
dolorida; hoy soy yo la que no logra entender la vida; hoy necesito llorar,
preguntarme ¿por qué? Pero tú no puedes ayudarme. Tú, a duras penas te
mantienes erguido; la más exigua brisa te encorvaría, el viento te derribaría.
Pero no a mí.
Y sin embargo… ¡Qué débil y triste me siento hoy! Y tú no
puedes hacer nada por evitarlo. Entonces, te ruego, vete a casa, o a dar un
paseo, pero déjame sola, y no te preocupes. Yo sé que puedo…
MYRIAM JARA